Dicen los expertos editores que utilizar una pregunta como título de un libro o relato es una mala idea. También los afamados y redsocializados expertos en alta cultura culinaria que la cocina de fusión, los “master chef” de turno, y los gurus de la nouvelle cuisine, suponen también una demostración cultural, una creación artística que alcanza más allá del mero placer gustativo o alimentario.
Y he aquí mi
primera experiencia en un restaurante poseedor de ese tesoro por el que tantos
matarían que se hace llamar Estrella
Michelín.
No diré por
ahora cuál es el afamado restaurante en el que tuve la ocasión de deleitar mis
papilas gustativas con su menú degustación. Quizá al final de este relato,
según el cariz crítico con el que termine de escribirlo.
Lo primero
que me sorprendió fue la simpleza del lugar. Paredes lisas sin apenas
decoración, casi podría calificarlas como toscas, vulgares, con fotografías
ampliadas a modo de póster (de los que se colocan en las peñas de amigos). No
destacaba tampoco ni la indumentaria de sus camareros (por su elegancia quiero
decir), ni por su porte. Ni siquiera por su “saber hablar” a la hora de
explicar cada composición y plato. Ausencia casi total de música ambiental y
exigencia explícita de hablar en tono reducido a tal nivel que apenas podía
conversar con quien estaba a mi lado.
Pero ello
configura lo aleatorio, lo superfluo de una experiencia como esta, donde la
estrella ha de ser la comida, los sabores, la explosión y avalancha de sensaciones
y no sé cuántas hipérboles más que el gremio utiliza para describir sus mini
platos.
Así pues,
comenzamos con pan de masa madre, algo supuestamente especial por la forma de
su elaboración, aceite de oliva virgen servido desde una botella de porcelana
en forma de prisma que automáticamente multiplicaba su precio por diez, y una
mantequilla de anchoas rica de verdad.
Comenzó la sucesión
de entrantes, supuestas concentrados de cocina tradicional marinera cuyo objetivo
es captar esa fusión de texturas, formas de cocinado y sabores antagónicos unas
veces y complementarios otras, y eso lo intenta el afamado restaurador mediante
la sopa servida en un tubo de ensayo, mejillón y otros moluscos rellenos con
texturas de cremas y espumas de mar depositadas sobre un plato-barco o pa amb tomaquet deconstruido en forma de
migas y superado por un trozo infinitesimal de sardina.
A
continuación nos sorprendieron composiciones marinas de platos en versión
reducida: Crema de cigalas que inundaba (mediante su adición) un arrecife de
quinoa, cuadro abstracto de diferentes salsas dispuestas a modo de trazos de
pincel con un langostino crudo (aunque supuestamente marinado) en el centro,
platos variados con nombres intercalados en inglés y componentes orientales
desconocidos. Algunos con fuerte olor a mar e imposible sabor comestible.
Otros, interesantes por su sencillez y de sabor apreciado y los más
inquietantes por la supuesta contribución de componentes, salsas y sabores que
contraponían el principal y cuya aportación se hacía mediante un punto de 1 mm
de diámetro.
Los postres
no tuvieron nada que envidiar al resto, en este caso sí, muy sabrosos y con
miscelánea de sabores que conseguían (al fin) la famosa y esperada explosión en
el paladar. No se libraron, eso sí de los supuestos cítricos orientales de
nombre imposible.
El compendio
de sensaciones me dejó una opinión agridulce (mira, podría ser quizá uno de los
objetivos del restaurante) ya que aunque hubo mini platos sabrosos, un buen
número de ellos resultaron incomibles para mi paladar no tan selecto y, al
final, tras hacer una valoración de renta per concentradominiplato, el valor que el afamado restaurador pretende
insuflar en sus facturas me resultó elevadísimo.
Una cena
resumen de 80 euros distribuidos en casi cuatro horas que me hizo concluir en
un resultado mediocre para un paladar de andar por casa.
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