La figura esbelta, de
afilada punta, geometría cónica que jamás muta. Su delgadez rectilínea alberga
una fina herramienta. El artista siente la sedosa capa de su superficie
irisada, que lo acompaña en la tarea de comenzar su obra. Piel con piel, humana
con madera. Se establece un vínculo de extraña naturaleza. La caricia genera
movimientos precisos, giros y líneas rectas que conforman la estructura de la durmiente
estampa. Todavía sueña, todavía evoca la imaginación dispersa. Pero sigue su
andadura, traza y une áreas y curvas, y consigue finalizar una instantánea
perfecta.
La pulcritud virginal de la
lámina, sin sombras ni puntos que desfiguren su brillante pátina, queda rota y
satisfecha. Los grises acompañan con distinta intensidad y el negro, rotundo,
se apodera del filo de la imagen y la separa del albo fondo, donde descansará
eterna.
El artista transforma su
excitación en calma, pues observa con orgullo la rotundidad de su obra Respira,
sosiega, y en un instante destila su creatividad certera. La ilustración
refleja la imagen de una bella y singular doncella. De sonrisa leve, y de larga
melena cuya timidez impide mirar afuera. No es capaz de contemplar a su
hacedor. Así ha sido la voluntad que la ha retratado con timidez y pena.
Pero el pintor precisa
contemplar su mirada eterna. Y decide ofrecerle un espejo, una estrella. Lo
diseña oval, cual cuento de cenicienta. Y así, al fin, sus miradas se cruzan,
intensas, lentas. La doncella destila dignidad y decencia. Lo mira altiva, sin
miedo, expuesta. Y él cae rendido en tal perspectiva, fulminado por la pena. Y
por saber que jamás podrá encontrar una mujer como ella.
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