Tardaste tanto en llegar que prácticamente habíamos asumido que no te tendríamos nunca. Fueron meses de espera infructuosa en los que todos nuestros esfuerzos parecían no tener recompensa.
No cedíamos, sin embargo, al desconsuelo. Te necesitábamos.
Nuestra familia buscaba poder disfrutar de tu compañía. Los niños querían jugar
a tu alrededor y nosotros cuidarte al máximo para que crecieses sano y fuerte.
Cuando supimos que finalmente sí vendrías a este mundo
nuestra felicidad fue plena. Esperábamos ese momento de verte por primera vez e
hicimos todo tipo de planes sobre lo que compartiríamos contigo, qué haríamos
cuando surgiese algún problema y cómo reaccionaríamos antes las adversidades
que surgieran a lo largo de los años. Te habíamos deseado tanto que estábamos
seguros de que podríamos con todo lo que pudiese acontecer.
Tras nacer, enseguida vimos que crecías muy rápido, sin
miedo, desafiando al tiempo que tanto te había retrasado, como diciéndole:
¡Eh!, aquí estoy finalmente y nada ni nadie va a poder conmigo.
Nos llenaba de felicidad el tiempo que pasábamos juntos,
viendo tu evolución. Nuestro hogar había cambiado. Creabas a tu alrededor un
ambiente más acogedor, y el tiempo transcurría mientras tu estatura aumentaba
enérgicamente. En verano tu compañía nos hacía disfrutar y sobrellevar la
temperatura estival y en invierno a veces parecías ponerte malito. Estábamos
tentados de llamar a alguien que nos dijese qué podíamos darte para que
mejorases pero siempre, al final, tras unos días de pánico volvías a ser el
mismo.
Pasados unos años, tu crecimiento fue espectacular. Mucho
más allá de nuestras expectativas. No podíamos dar crédito cómo aplicando los
mismos cuidados y alimentación habías prácticamente duplicado tu estatura. Eras
mucho más fuerte y protegías nuestra casa como nadie lo había hecho hasta
entonces.
Nuestra euforia dio paso, sutilmente, a una cautela
soterrada. Nos preguntábamos hasta donde podías llegar, pues habías cambiado
tanto en tan poco tiempo que ya no podíamos prever lo que ocurriría en los
meses siguientes.
Efectivamente, aquella cautela concluyó en la certeza de que
no podíamos continuar juntos. Supimos, tristemente que tendríamos que terminar
nuestra alianza y así proteger la integridad de nuestra familia. Aún habiendo
asumido esta tremenda certeza, nos resistíamos a dar el paso. Ninguno estaba
dispuesto a ser el verdugo. Tuvimos que llamar a alguien que lo hiciese por
nosotros quien, finalmente, te redujo a pedazos en un amargo llanto.
Gracias por habernos dado tanta felicidad. No pudimos
mantenerte. Habías llegado a ser más grande que nuestra casa. Los días de
temporal amenazaban con tumbarte sobre ella, dañando parte de la estructura.
Por eso lo hicimos, con todo el dolor de nuestro corazón. Ya nunca podrás
darnos aguacates, pero lo ya vivido y disfrutado contigo nos acompañará siempre
en el recuerdo.
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