Ignacio del Valle nos lleva con esta novela al interior de
las mafias rusas y de las consecuencias del conflicto de los Balcanes que tan
mal se cerró (si es que está todavía cerrado). Desde mi punto de vista esta
novela pivota sobre un hecho tremendo y es la decisión tomada en una décima de
segundo por una fotógrafa. Una decisión que marcará el resto de su vida y que
debería hacernos reflexionar a todos, sobre si la necesidad de conocer la barbarie,
lo terrible de la guerra, la abominación del poder, debe primar por encima de
los más elementales códigos humanos. ¿Conocer y poder ver reflejado en una
fotografía lo crudo de la realidad a cualquier precio? Es sin duda un dilema
difícil de resolver para algunas personas que podrían en cualquier momento
justificar lo injustificable. Erin, la fotógrafa que deja marcada su vida por aquel
hecho vital, busca con tesón un rostro, el de un criminal que se daba por
muerto, deambulando por párrafos de narrativa con tensión, cotidianidad de
sentimientos, amor desgastado y locura criminal. Ignacio nos regala párrafos de
poesía narrativa:
“Sí, el lugar donde el lenguaje no puede entrar, donde se
forman las máscaras, en el deseo y en la culpa, en los temores, donde se abren
los agujeros del yo”
Y combina tamaño dominio del lenguaje para los sentimientos
con la prosaica descripción de la brutalidad de una post-guerra en la Europa
del siglo XX.
Sin embargo, me parece que tiene un final impostado. Me
cuesta creerlo y, aunque lo intento, debo decir que no me parece el final
natural que debería tener esta historia, que termina abrupta, inconclusa.
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