Soy un privilegiado. Tengo la enorme suerte de haber nacido
y de vivir en el primer mundo, en democracia, dentro de una familia honrada y
estructurada. Tengo cubiertas todas mis necesidades vitales, un trabajo con el
que disfruto y salud para afrontar todo lo que pueda acontecer.
Puedo ducharme todos los días con agua caliente si lo deseo,
decidir si ingiero comida casera o lo hago en un restaurante, elegir qué canal de
televisión miro, navegar en internet sin censura e incluso publicar mis opiniones
libremente.
No siento el miedo de una posible guerra cercana, ni del
hambre o la inseguridad al salir a la calle. La gente que vive en mi entorno no
arrastra odios encallados históricamente por decisiones políticas del pasado ni
por motivos religiosos. Puedo, de hecho, declararme públicamente ateo sin mayor
consecuencia que una pequeña discusión con mi padre.
Si me caso o no, o tengo novio o novia y vivo con él o ella
sin registro matrimonial, tanto da. Puedo votar a Izquierda Unida o a un partido
conservador. También elegir no votar, y todo ello sin que nadie me obligue
directa o subrepticiamente a hacerlo.
Sé que si alguno de mis hijos, mi mujer o yo enfermamos, podemos
acudir a un médico y desde luego, veo el riesgo de morir por una enfermedad que
no haya podido ser tratada, prácticamente inverosímil.
Si fuera creyente debería dar gracias cada día de mi vida a
ese Dios que el catolicismo se emperra en definir como regulador de la culpa y
que, según ese mismo pensamiento, nos ha creado a su imagen y semejanza.
Pero es demasiado, no puedo hacerlo. No creo en ello, por
más que me encantaría tener ese resquicio de abrigo al que acudir cuando no
queda nada más: la fe.
Pero yo doy las gracias cada día, cuando me levanto y elijo
la ropa que quiero ponerme y cómo combinarla. Pongo en marcha mi coche con la
gasolina que he pagado sin problema y me dirijo al trabajo tras llevar a mis
hijos al colegio que hemos elegido. Sé que por muchos y muy grandes problemas
que ocurran en el día de hoy, al final del mismo o como máximo la semana o el
mes en curso, estarán resueltos. Mi vida continuará siendo afortunada y nada
perturbará ese mínimo básico de bienestar que el mundo privilegiado (la vieja
Europa) nos proporciona.
Sí, definitivamente, he decidido dar las gracias a Europa, a
ese sentimiento, de algún modo común, pero diverso, entre los habitantes de
este viejo continente, otrora tremendo y temido por sus guerras encarnizadas
pero ejemplo de convivencia y progreso hoy en día.
Sé que mañana seré tan afortunado como hoy, si no más, y es
mi objetivo transmitir la enorme fortuna que tenemos a mis hijos para que ellos
valoren cada día de su vida y todo lo que ella les da.
Su casa ha sido abatida por los bombardeos del régimen de
Bachar al Assad. Ha tenido que cambiar de domicilio cuatro veces en el último
año huyendo de la guerra. Sus hijos no pueden acudir al colegio y todo el fruto
de su trabajo ha sido destrozado.
Cuando hablo con él por skype
siempre tiene una sonrisa y un comentario amable diciéndome que todos están
bien y siguen vivos. Un comentario tan extremadamente duro e insituable en
nuestra cultura como ése, es su saludo cotidiano. Mi estremecimiento, cuando lo
escucho, queda enmascarado por esa pátina de tranquilidad que dan los miles de
kilómetros que nos separan de la antaño espléndida Damasco.
Intuía que Abdul Karim tenía un espíritu positivo. Pero lo
he descubierto ahora, precisamente en la adversidad y la penuria que le ha
tocado involuntariamente vivir. Me ha demostrado que su carácter y posición
ante la vida no ha cambiado. Y veo cuánto debo aprender de él. Yo, que aun
siendo positivo y dando gracias por todo lo que tengo, acuso días de
abatimiento y pesimismo sin medida.
Amigo, te doy las gracias por esa lección de vida y rezo al
dios católico de la culpa, al musulmán de la entrega y a mi vieja Europa porque
la guerra termine y tu vida vuelva a ser como te mereces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Aguardo tus comentarios: