Tuve la
curiosidad de investigar un poco sobre su autor y descubrí, alejándome de los
prejuicios literario-europeo-centristas, que hay un mundo de literatura mucho
más allá desconocido para mí, en este caso nada menos que un Premio Nobel.
La novela trata,
como eje fundamental en mi opinión, cómo el ser humano asume su condición más
allá de las circunstancias que le rodeen o la situación en que se encuentre. Acepta
su naturaleza sin más, se acepta a sí mismo, con todas sus aristas y no intenta
cambiarse por aspirar a una supuesta vida mejor ni por ningún otro interés. Sin
complejos ni doble moral.
Esta línea
filosófica, transmutada a la vida en Sudáfrica, de la mano de David Lurie, un
hombre entrado en los cincuenta que mantiene una relación con una alumna que
arruinará su carrera, algo que parece no importarle y ante lo que no intenta
ninguna forma de solventarlo. Simplemente continua con su vida como si nada.
Cuando visita a su hija, que también siguió en cierto modo ese mismo camino, a
su manera, sucede un ataque violento e implacable que los cambiará a ambos y
los separará.
A partir de ese
momento, la vida de Lucy ( su hija ) y los intentos de su padre, David, de
comprender lo que ella argumenta se convierten en una espiral de indignación,
arrebato e incomprensión para el lector, seguramente parafraseando a Lucy “eso
es algo que no acertamos a comprender, ese mundo, esa vida, en esa comunidad”.
Pero para mí, como lector resulta incomprensible su actitud, su rendición, en
cierto modo a los acontecimientos, actitud no exenta de cierto pragmatismo,
desde un punto de vista un poco más radical.
Desgracia mezcla una
narrativa agradable, el comienzo de la novela es muy cautivador, con la
crueldad más brutal de la deshumanización de los atacantes, la incomprensión
entre dos personas de la misma familia, la sumisión, la rendición y el orgullo.
Una olla a presión explosiva que impacta por lo desconocido de su autor y por
la fuerza de su narrativa.
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