Una nueva
Navidad
—¡Quién
nos lo iba a decir a nosotros la pasada Navidad! —dijo Matilde a sus hijos
mientras servía la sopa—. Hace un año deseábamos mudarnos ya al pueblo nuevo
pero por culpa de las rencillas que tuvo tu padre, que en paz descanse, con el
dichoso concejal González, nos pusieron en la lista de los últimos.
—Pero
¿qué problema tuvo el papa con ese concejal? —preguntó Guillermo, su hijo
mayor.
—Son
cosas del pasado, hijo, de cuando tu padre y yo aún no estábamos casados. Disputas
que se daban después de la guerra entre personas por tonterías. En unos casos
eran por el lindero de algunos campos, en otras por si habías dicho que eras de
un bando o de otro o lo habían escuchado por la calle. Habladurías y
malentendidos que terminaban envenenándose y produciendo un odio visceral.
—Pobre
papa, le hubiera gustado ver que al final, hemos conseguido casa en el pueblo
nuevo. Estaría feliz por habernos mudado al Belchite nuevo, que era lo que
siempre quiso, desde que anunciaron que se empezaba a construir.
—Sí.
Es una pena que muriera la Navidad anterior, de aquella maldita neumonía. Pero
no nos pongamos tristes, que hoy es un día de celebración. Es Nochebuena,
estamos todos juntos en nuestra nueva casa, todos sanos y con una buena cena que
llevarnos a la tripa. Así que vamos a rezar por él y a dar gracias a Dios.
Y
los cuatro rezaron un Padrenuestro y un Avemaría por Antonio, que hacía doce
meses que les había dejado.
Era
veinticuatro de diciembre de mil novecientos sesenta y seis y era la última
familia que salió de su casa en un Belchite viejo casi derruido. Las familias
habían ido cambiando su residencia a las nuevas viviendas que se habían construido
durante varios años y poco a poco la vida en el pueblo viejo se había tornado
más fantasmal, a medida que se vaciaba de habitantes, las calles se quedaban
desiertas y algunos edificios se iban derrumbando.
La
Navidad del año anterior a su mudanza había sido muy triste, tanto por la
pérdida de Antonio, después de la dura neumonía que acabó con él, como por el
hecho de que casi todos los habitantes la pasaron ya en las viviendas del nuevo
trazado de Belchite.
Matilde
y sus tres hijos hicieron la mudanza en el carro del tío Mariano, un primo
segundo de su difunto Antonio que les ayudó a cargar sus enseres, porque aunque
Guillermo ya tenía catorce años y podía ayudar en la carga, los dos gemelos
acababan de cumplir los 7 años y preferían jugar que hacer cosas serias de
mayores.
Llenaron
el carro hasta arriba y con la burra del tío Mariano lo llevaron hasta su nueva
casa, la última que había concedido el delegado del gobierno de Franco, situada
en la calle 6 de Septiembre. Era una casa mucho más grande que la que tenían en
el pueblo viejo y Matilde se preguntó si serían felices en ella como lo habían
sido en la anterior.
Tenía
un corral muy grande, eso le gustó porque así los gemelos jugarían todas las
tardes y no tendría que preocuparse por ellos.
Criarían gallinas y conejos, quizá
algún pavo, pero tendría que construir una pequeña cochiquera para criar al
cerdo que cada año mataban por San Martín. Le pediría ayuda a su hermano Jorge,
que tenía mucha maña con la paleta.
Aún
no sabía cómo podrían salir adelante. Desde que les dejó su querido Antonio
habían ido tirando con los cuatro duros que tenían ahorrados, pero ya casi se
habían acabado y tenía que ponerse a trabajar con urgencia. Ya le había pedido
empleo a la Señora de Ramírez, una de las familias más ricas del pueblo, como
costurera y cocinera, que eran las dos cosas que mejor se le daban, pero aún no
le había contestado, así que no sabía si al final conseguiría el empleo o no.
Su
situación era un tanto desesperada, pero no quiso dejar a sus hijos sin una
buena cena de Nochebuena. Le había pedido a sus primas, las “zuecas” como se
las conocía en el pueblo, una gallina para hacer un buen guiso con patatas y
acelgas. Ya vería cuándo podría devolvérsela. Habían puesto un pequeñito Belén
que guardaba Matilde de cuando ella era pequeña. Solo eran unas pocas
figuritas, lo suficiente para decorar su nueva Navidad. También habían cogido
un trozo de un pino de enfrente de la estación y lo habían puesto en una
maceta. No tenían muchas bolas ni abalorios, pero consiguieron darle un poco de
brillo y colorido con un par de cintas de colores que habían hecho los gemelos
en el colegio.
Su
Navidad, al menos, se parecía algo más a la Navidad que ella siempre soñaba,
rodeada de toda su familia, con su Antonio, cantando villancicos y comiendo
turrones. Este año no había podido ser así, la celebraban ellos cuatro solos,
pero no faltaba ni el espíritu navideño ni los villancicos.
Después
de la sopa Matilde sirvió el guiso de gallina que había cocinado con tanto
amor, recordando a su marido y sus tres hijos rebañaron el plato hasta dejarlo
limpio.
Para
el turrón sí que no tenía dinero. Pero había preparado una solución
alternativa. Con cuatro onzas de chocolate que guardaba como oro en paño desde
las fiestas de septiembre, y unas almendras molidas que le había pedido a su
cuñada, había hecho una especie de galletas rectangulares que parecían turrón.
No era perfecto, pero fue una alegría ver la cara de sus hijos cuando las sacó
como postre en la cena de su nueva Navidad.
Cantaron
los villancicos de siempre, los que le gustaba escuchar a su Antonio y se
abrazaron, porque aunque él no estaba con ellos de cuerpo presente sí que los
acompañaba en espíritu. Un espíritu bueno que, estaban seguros, volaba ya hacia
el cielo.