Termino de
leer la última novela de Félix Teira y unas lágrimas descienden por mi mejilla.
No son, quizá, lágrimas de tristeza. Son otra cosa.
Es difícil para mí explicar
en esta sencilla crónica lo que la lectura de El último sol me ha provocado.
Y es que la lectura pausada de esta joya, como ha de ser también la elaboración
de un buen lienzo (precioso el cuadro de la portada, La ventana de poniente),
ha supuesto un inmenso placer en sí misma, mucho más allá de la propia historia
que es conmovedora. Es decir el durante es para mí en esta novela más
importante que el destino al que llega el texto. La prosa de Félix, engalanada
de localismos, de construcciones perfectas que epatan por su belleza, es lo más
parecido a un lienzo que he leído nunca. Su composición está llevada a cabo con
las letras del alfabeto y las palabras de nuestro idioma, así como un cuadro lo
está con los colores básicos, sin embargo, Félix posee el talento para dar vida
a párrafos sin necesidad de enmarcarlos dentro de sus capítulos.
Yo diría que
Félix Teira ha “pintado” una novela. Y esas pinceladas nos trasladan al lugar
donde Pablo ha decidido regresar, a sus recuerdos de juventud, a su triángulo
amoroso y excitante, con Ernesto y Martine y alternativamente nos sitúan en el
presente más real, el de la preocupación de una hija por un padre al que teme y
ama al mismo tiempo.
El último sol es, en mi opinión, una oda a la
voluntariedad, a la decisión de uno mismo de regresar a lo que uno es per
sé, a los orígenes y a la esencia de lo que es fundamental en la vida
de uno mismo. Y ese viaje que nos hace acompañar a Pablo y sus dos compañeros
de retiro, Ramiro y Carlos es intenso, rico en detalles y pleno en sensaciones
de cotidianidad y placeres cercanos.
Es difícil enfrentarse
a Pablo, criticarle, algo que por momentos sería obvio por sus acciones, pero a
pesar de lo cual siempre queda algo en sus recuerdos, en su forma de acometer
sus últimos días que nos hace empatizar con él y comprender lo que una vida de
excesos le obligó a hacer.
Y por eso,
cuando he llegado al final, las lágrimas que lo han acompañado son de otra cosa
que no es tristeza, quizá añoranza por una vida vivida de un modo que le
hubiera gustado virar, o por la certitud de que ha llegado el momento esperado
y a la vez temido para su hija. Tal vez simplemente es el reflejo de la emoción
que una lectura tan preciosa de un escenario tan cercano y unos personajes que
rebasan la página bidimensional me ha generado.
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