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sábado, 19 de agosto de 2017

El último sol - Mi crónica de lectura

Termino de leer la última novela de Félix Teira y unas lágrimas descienden por mi mejilla. No son, quizá, lágrimas de tristeza. Son otra cosa. 

Es difícil para mí explicar en esta sencilla crónica lo que la lectura de El último sol me ha provocado. Y es que la lectura pausada de esta joya, como ha de ser también la elaboración de un buen lienzo (precioso el cuadro de la portada, La ventana de poniente), ha supuesto un inmenso placer en sí misma, mucho más allá de la propia historia que es conmovedora. Es decir el durante es para mí en esta novela más importante que el destino al que llega el texto. La prosa de Félix, engalanada de localismos, de construcciones perfectas que epatan por su belleza, es lo más parecido a un lienzo que he leído nunca. Su composición está llevada a cabo con las letras del alfabeto y las palabras de nuestro idioma, así como un cuadro lo está con los colores básicos, sin embargo, Félix posee el talento para dar vida a párrafos sin necesidad de enmarcarlos dentro de sus capítulos.

Yo diría que Félix Teira ha “pintado” una novela. Y esas pinceladas nos trasladan al lugar donde Pablo ha decidido regresar, a sus recuerdos de juventud, a su triángulo amoroso y excitante, con Ernesto y Martine y alternativamente nos sitúan en el presente más real, el de la preocupación de una hija por un padre al que teme y ama al mismo tiempo.

El último sol es, en mi opinión, una oda a la voluntariedad, a la decisión de uno mismo de regresar a lo que uno es per sé, a los orígenes y a la esencia de lo que es fundamental en la vida de uno mismo. Y ese viaje que nos hace acompañar a Pablo y sus dos compañeros de retiro, Ramiro y Carlos es intenso, rico en detalles y pleno en sensaciones de cotidianidad y placeres cercanos.

Es difícil enfrentarse a Pablo, criticarle, algo que por momentos sería obvio por sus acciones, pero a pesar de lo cual siempre queda algo en sus recuerdos, en su forma de acometer sus últimos días que nos hace empatizar con él y comprender lo que una vida de excesos le obligó a hacer.


Y por eso, cuando he llegado al final, las lágrimas que lo han acompañado son de otra cosa que no es tristeza, quizá añoranza por una vida vivida de un modo que le hubiera gustado virar, o por la certitud de que ha llegado el momento esperado y a la vez temido para su hija. Tal vez simplemente es el reflejo de la emoción que una lectura tan preciosa de un escenario tan cercano y unos personajes que rebasan la página bidimensional me ha generado.

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