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sábado, 5 de junio de 2021

Llorar sin lágrimas

Otra mañana que se levantaba sin apenas recordar nada. Una vez más, aquellos dolores; los físicos, le recorrían el cuerpo a través de los lugares de siempre: la espalda, el brazo izquierdo en el que nunca sabía dónde o cuándo se había golpeado y, por supuesto, la cabeza. Sentía un vaivén alrededor como si todo le diese vueltas en una espiral de inestabilidad, bombeando y pulsando en las sienes con un dolor punzante. Le picaban los ojos y tenía los labios y la garganta resecos. Necesitaba beber agua con urgencia. Se levantó como pudo y trastabilló hasta llegar al lavabo. Se miró al espejo y no le gustó su imagen. Tenía un párpado ligeramente hinchado y un moratón en el carrillo izquierdo.

Cuando sus ojos se encontraron con su propio reflejo entonces aparecieron los otros dolores, los males inmateriales, la pena, el arrepentimiento, la tristeza de la soledad y la culpa. Una vez más veía aquella imagen reflejada una mañana dolorida. Una vez más se arrepentía. Una vez más lloraba sin lágrimas y maldecía sus demonios.

Sabía que ese estado pasaría. Que su cuerpo se recuperaría en un par de días y que su conciencia cobarde olvidaría convenientemente todo lo acaecido. Y que volvería a caer. Mucho antes de lo que a él le gustaría regresaría al mismo bar, a la misma barra solitaria con el mismo camarero que lo miraría entre condescendiente e indiferente y pasaría las horas allí, tomando una copa tras otra, viendo a la gente cómo entraba y salía sin que interactuasen con su vida, que pasaría apática y monótona.

Y, por supuesto, eso le conduciría a una nueva borrachera semanal, como tantas había ya sufrido. Sin contárselo a nadie, pero sabiéndolo tanta gente, tantos espectadores mudos que no hacían nada por apartarle de aquella rutina.

Sabía todo eso y sabía también que, hiciera lo que hiciese, no podría evitarlo. Su mirada anunció un atisbo de esperanza, de ánimo para que esta fuese la última, pero enseguida sus demonios le devolvieron a la ceguera impenitente que borraba cualquier esperanza. Lo asumió una vez más: era un borracho sin solución, ciego de sí mismo, cortoplacista de consecuencias y pasivo caminante de una vida que no quería, pero que tampoco creía poder abandonar nunca.


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