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jueves, 10 de septiembre de 2020

Visita al museo Guggenheim - Bilbao

Nuestra primera visita a un museo tras el parón por el confinamiento del COVID fue al Guggenheim de Bilbao. Una experiencia compuesta de contenido y continente, cargada de contenido visual pero también olfativo, auditivo y (poco) táctil.

Teníamos ganas, las teníamos, de visitar un gran museo, algo que no habíamos podido hacer desde hacía meses y nuestra visita a Bilbao nos lo puso en bandeja. Una maravilla como es el edificio diseñado por Frank Ghery, que consiguió transformar la ría de Bilbao y todo su entorno desde su construcción, nos recibió con total seguridad y tranquilidad: Toma de temperatura, gel por todas partes, mascarillas y no demasiado público lo que hizo que la distancia social fuese muy fácil de mantener.

Lo primero que sorprende, como es evidente, es el edificio, con la figura de Puppy delante, que ya planta cara al visitante indicándole que se prepare para entrar en otro mundo. El diseño del edificio, pergeñado en apenas unos trazos de un trozo de papel se desarrollaron hasta el infinito detalle en una construcción magnífica que se disfruta por sí misma. Dentro, el recorrido te va llevando por las estaciones y plantas de forma clara en un viaje por el arte.

Me quedo con lo que más me impresionó y lo que me resultó más evocador, que fue la segunda planta, en la que destaco el cuadro que es para mí el mejor del museo, La gran antropometría azul , de Yves Klein llevado a cabo con cuerpos cubiertos de color moviéndose sobre el lienzo para huir del pincel y del expresionismo. 


Es una obra que te sumerge en un universo de sensaciones cuando te colocas a un metro de ella y tu vista apenas puede abarcar la totalidad de la abstracción. En la misma planta, mi favorita, la sala de lámparas, de Olafur Eliasson que te lleva a un mundo atemporal, en el que los espacios y el movimiento generado por las luces y espejos te saca de la gravedad terrestre. 



Habitación para un color, una sala llena de lámparas de monofrecuencia que “asesinaban” el color y que ofrecían dos tipos de fotografía, una, amarilla, si la hacíamos con la cámara frontal y otra, roja, con la cámara posterior para el selfie. 



También la sala de niebla, Tu atlas atmosférico de color, de Olafur Eliasson que fue impactante y multisensorial, comenzando por el miedo y terminando por el placer de la coloración húmeda. Toda la retrospectiva de este artista danés es para mí el culmen del Guggenheim, quiero decir, mi favorito.



Por supuesto hay otras muchas joyas, Las cientocincuenta Marylines, de Warhol, maravillas escultóricas como Lo profundo del aire, de Chillida, una metáfora sin igual, o la megalítica La materia del tiempo, de Richard Serra. Toda la obra de Anselm Kiefer me impactó y epató a partes iguales y destaco Las célebres órdenes de la noche. 


El cuadro de Mark Rothko, la instalación de Jenny Holzer, y también la planta dedicada a Lygia Clark, desarrollando la abstracción geométrica que es el estilo pictórico que más me gusta.


La visita al Guggenheim nos ha satisfecho en todos los sentidos: ha saciado nuestra hambre y sed de arte, ha motivado nuestra creatividad futura, ha relajado nuestro espíritu y sobre todo, ha permitido que nuestra positividad vuelva a resurgir después de meses postergados.

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