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sábado, 21 de marzo de 2020

Abre los ojos


Es lo primero que le vino a la mente a Arturo cuando salió a la calle por primera vez desde que había comenzado el confinamiento. Cuando cerró la puerta de su casa, recubierto de plástico y con la mascarilla en su cara, los cerró, se paró un minuto y los volvió a abrir. Se quitó la máscara y respiró. Sí. Era la misma imagen que vio Eduardo Noriega en una calle de Madrid en la película de Amenábar.

Enseguida se imaginó que le estuviese pasando lo mismo, que en realidad hubiera elegido, en algún momento de su pasado, vivir una vida virtual, perfecta, sin enfermedad, sin problemas y que aquella avenida desierta fuera el aviso de que había entregado su vida a la empresa de realidad virtual.

Había estado, como el resto de la población española, cuatro meses sin salir de casa. Ciento veinte días sin respirar el aire de la calle, ya que la situación del virus se agravó y el gobierno obligó a cerrar puertas y ventanas. Cuatro meses de aislamiento y desesperación que terminaron con miles de muertos, una economía mundial destrozada, los ríos y los cielos limpios de CO2 y la moral de los humanos hundida. El ejército se había hecho cargo de todo: repartir la comida a los domicilios, recoger los residuos, y resolver cuantos problemas habían surgido.

Pero la buena noticia había llegado el día anterior a que Arturo se aventurase a salir a la calle. El virus que había circunnavegado la tierra, estaba siendo derrotado por otro nuevo virus que no afectaba a los humanos, y que era un depredador del Coronavirus, COVID-19, el que se les había escapado de la mano a los americanos. El nuevo virus había sido creado genéticamente en colaboración de las grandes potencias, lideradas por China y gracias a la participación de un arrepentido del laboratorio estadounidense que creó el COVID-19 habían podido dar con el mecanismo que acabaría con él.

En apenas dos semanas se produjo y se pulverizó masivamente por todos los países y el efecto fue fulminante. A pesar de ello, nadie se atrevía a salir a la calle, ya que todo el mundo sospechaba que le nuevo virus quizá fuese también dañino para la salud. Así que las calles permanecían desiertas a pesar de los anuncios gubernamentales de que ya era seguro salir.

Arturo sí creyó en ello y había sido el primer en salir al Paseo de la Independencia de Zaragoza, donde vivía. Estaba desierto. Se colocó en el centro del paseo, miró a un lado y a otro, y se sintió exactamente igual que el actor Eduardo Noriega. Sobre todo cuando descubrió que el pequeño pilotito rojo que llevaba pegado en uno de los hombros, se había encendido.

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