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viernes, 2 de noviembre de 2018

A un sabio despistado


Nunca lo imaginé como tal. Su aspecto, su forma de hablar y comportarse me pareció siempre de lo más normal. En la distancia corta su trato era cercano y sencillo, como el de cualquier persona con la que charlas de modo informal, sin profundizar demasiado en ningún tema y picoteando un poco de aquí y allá. Yo apenas lo conocía porque acababa de mudarme como médico a aquel pueblo del pirineo navarro. Las pocas veces que él se había acercado a la consulta me ofrecía una mirada lúcida y transparente. Apetecía charlar con él, sentarse un rato en un banco al sol y dejar pasar el tiempo, sin más. A su lado, respirando la vida tranquila del pueblo, la normalidad.

Y poco a poco fuimos dejando crecer esa amistad que se da entre dos personas cuya edad difiere lo suficiente, generaciones tan alejadas como para contarse cosas que sorprendan. Y las conversaciones banales dejaron paso a las relevantes, y estas a las transcendentes. Y un buen día me sorprendió glosando la Crítica de la Razón Pura, de Kant. Aquello nos llevó a charlar sobre filosofía, sobre la esencia del ser humano y sobre lo liviana que puede llegar a ser nuestra existencia si no le imprimimos una cierta dosis de profundidad.

Nuestra amistad se afianzaba mes a mes y cuando llegó el otoño me confesó que le quedaba poco para iniciar el largo viaje. Y me habló de física cuántica. Explicó su futura muerte en términos de partículas elementales y cuando me di cuenta me había quedado embelesado. Me preguntó qué me sucedía y no pude más que dejar una lágrima correr por mi mejilla. Le pregunté a qué había dedicado su vida y su respuesta fue tremenda: Siempre he querido ser mejor de lo que he podido ser, me contestó.

Hoy ya no está conmigo. Yo sigo viniendo a este banco muchos domingos por la mañana. Me siento un rato, dejo que los rayos de sol me impacten y me transporto a aquellas conversaciones con él, a nuestra cotidianidad que convivía con ese mundo de ciencia y sabiduría que él exploró y que le llevó a trabajar en la NASA, algo que descubrí al poco de su muerte. Y sonrío. Me doy cuenta de lo sencillo que es ser un sabio, de que lo más normal e insignificante es lo más importante cuando se tiene un cerebro tan bien amueblado. Y entonces me despido. Le saludo y le emplazo a que su onda cerebral, allá por donde se encuentre me acompañe el próximo domingo sentado al sol.

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